viernes, 1 de enero de 2010

Aire con alas


JOAQUIN ARÁUJO

Casi todos hemos contemplado el vuelo de las libélulas. Pero pocos se percatan de que en esos momentos están ante uno de los logros más complejos y completos de la vida.

Y por muchos aspectos. Porque si portentosa es también su visión, no menor es su sistema de locomoción subacuática que a veces usan. A la hora de reproducirse las libélulas recurren a la cópula más complicada y todo ello culmina con una metamorfosis espectacular. Por sólo mencionar algunas de las facetas que acompañan a estos seres sobre los que se puede escribir un bien nutrido libro sin agotar todo lo que sobre ellas se sabe.

Recordemos que algo más del 60% de las especies de animales vuelan, y nuestras protagonistas encabezaron el proceso que permitió tal conquista. Pero en este caso da la impresión de que el proceso evolutivo no se comportó como suele, porque en las libélulas se da uno de los pocos casos en los que un iniciador alcanza el máximo de perfección. Sería algo así como que alguien acertara un pleno al primer intento. O al menos así pensaremos hasta que aparezca algún antecesor de esas libélulas de hasta setenta centímetros de envergadura que vivieron hace casi trescientos millones de años.

En lo que respecta al dominio del espacio aéreo, nos queda por mencionar que no han sido superadas por ser vivo o artefacto alguno en lo que a capacidad de maniobra se refiere. Pueden subir, bajar, ir hacia atrás, de costado y todo ello con una insuperable instantaneidad. Tampoco se quedan atrás con la velocidad, desde el momento en que sus desplazamientos, sobre todo cuando atacan a una presa o cuando escapan de algún enemigo, pueden superar los 50 kilómetros por hora.

También pueden planear y recorrer enormes distancias. Se las ha visto incluso a 500 kilómetros mar adentro. Y, en ocasiones, forman bandos capaces literalmente de nublar el sol (en 1862 atravesaron una parte de Alemania 2.500 millones de libélulas). Algo que no les hubiera sido posible sin una potencia de batido de alas sorprendente, ya que pueden agitarlas más de veinte veces por segundo. Sus cuatro planos de sustentación combinan, como en casi todos los voladores, la ligereza con una resistencia portentosa.

Parte esencial del equipamiento de las libélulas es su vista, realmente imponente para un insecto: además de dominar casi todos los ángulos posibles, alcanza a distinguir perfectamente incluso pequeños mosquitos que se mueven a una docena de metros de distancia. Sus ojos ocupan la mayor parte de la cabeza, unidos entre sí por su parte trasera y formados por un máximo de 28.000 omatidios o facetas y un mínimo de 10.000.

Son incansables cazadores (hasta centenares al día) de otros insectos voladores, sobre todo moscas y mosquitos. Se convierten así en eficaz elemento de control de animales que pueden llegar a ser plaga molesta. Para atraparlos usan una suerte de cestilla que conforman unas cerdas con las que cuentan en el extremo de sus patas, por lo que la modalidad de predación tiene claro parentesco con la de muchas rapaces.

Lo que ya tiene muchos paralelismos es el método de caza de las larvas que se desarrollan en las aguas. Las libélulas, en efecto, nacen y se desarrollan tras quince mudas de la piel y cuatro años bajo el agua. Durante ese tiempo se comportan como voraces cazadores que se sirven de uno de los pocos sistemas de atrapar a distancia. En concreto, usan su propia mandíbula inferior que puede alargarse y proyectarse a gran velocidad como accionada como un resorte. Esta porción de la cara queda rematada por dos enormes garfios dirigidos hacia dentro y que funcionan como un cepo capaz de insertar y dominar incluso pececillos, renacuajos e invertebrados de agua dulce. Y, por si fuera poco, en su vida larvaria escapan de los peligros con un sistema de propulsión a chorro gracias a la enérgica contracción de una cavidad abdominal.

Con todo, lo más sorprendente es su forma de copular. Primero, porque a pesar de que el semen de los machos sale por donde es norma (por el extremo del abdomen) no penetran a las hembras, y se podría decir que no existe una verdadera cópula, porque el macho deposita su semen en una cavidad que tiene hacia el centro de su cuerpo, siendo la hembra la que introduzca el ápice de su propio abdomen ahí, no sin antes haber sido atrapada por el macho con el extremo del suyo y sujetada por la base de su cabeza. Así enganchados (tándem), la hembra se comba hasta alcanzar el depósito seminal de su consorte.

La sorpresa es que en ese momento la pareja remeda con sus cuerpos el perfil de los convencionales corazones cuando los humanos dibujamos su estereotipo. Incluso suelen poner los huevos sin deshacer esa unión. Y, para finalizar, acaso lo más sorprendente sea que casi todo lo descrito puede ser contemplado sin grandes dificultades.

Artículo publicado en la revista la Caza y su Mundo, nº 14 – agosto de 2009
Agradecimiento a Joaquín Aráujo por permitir publicar el artículo en este blog.

Joaquín Araújo recibió el Premio Andares 2009

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