El
viejo tronco de alcornoque había permanecido todo el verano seco, la poca vida
que albergaba era la de unos cuantos escarabajos, la chinche
roja (Pyrrhocoris apterus)
también conocida como chinche de la malva, zapatero o San Antonio. Aunque nosotros
siempre la llamábamos de pequeño “Gusano moro”. Había también un elaborado hormiguero
debajo de sus ramas y entre sus oquedades veía cruzar a menudo a la lagartija
colilarga. Del paso del zorro daban cuenta sus huellas y excrementos, así como
de una juguetona nutria que en los cercanos arroyos cangrejos cazaba.
Ahora llegado el otoño, con las primeras lluvias y los días soleados la
hierba vuelve a brotar junto a él, los musgos y líquenes empiezan a decorar su
corteza y como por arte de magia empiezan a aparecer las pequeñas setas que
parecen resucitar como si fueran sus ramas.
Las hojas de un roble cercano empiezan poco a poco a tornar de colores
pálidos, aunque todavía conserva muchas verdes, algunas cayeron presagiando que
los días se acortaban, que las tardes perdían luz y color y los atardeceres
rojos y naranjas se mostraban ante nuestros ojos que extasiados miraban.
Un ruido me hace levantar la cabeza y
mirar hacia arriba, es entonces cuando veo una bandada de grullas
surcando el cielo en perfecta formación, sus cantos anunciando su llegada nos
van a alegrar estos fríos días de otoño y del invierno. Me quedo hipnotizado mirándolas
como se pierden con el sol desdibujándose en el horizonte. Despierto, es hora de
regresar, hoy ya he aprendido otra lección que me ha dado la naturaleza, cruzo
arroyos con olor a poleo y me embriago del olor a campo antes de llegar a casa.
Tiempo de otoño, tiempo de esperanzas.